Apenas hace un par de días me levanté con un mensaje tuyo: un “buenos días”. La prisa no nos permitió hablar mucho, pero tenías pensado ir al cine esa noche. Había una película que habías querido ver la última semana y, por fin, tendías tiempo libre. Recuerdo que te escribí un “te quiero mucho. Cuídate”. Y tú me respondiste “te cuento más al rato”.
Más al rato… me pareció extraño que no respondieras a un mensaje que te envié a media tarde. A veces, con la jornada llena de pendientes y de estrés, tardabas hasta una hora en ver que te había enviado algo, es cierto; pero esta vez era distinto. Dos horas y nada. Se me hizo un hueco terrible en la boca del estómago.
Muchas veces habíamos hablado sobre el tema. Incluso recuerdo que una noche llamaste asustada porque pensabas que alguien te había seguido hasta tu casa. Nunca supimos si hubo alguien o no, pero la realidad que nos tocaba vivir te indujo a cambiar algunos hábitos. Ya no ibas sola por la calle si era posible, usar el transporte público siempre acompañada, dejar prendida la luz del portón todo el día para que de noche estuviera iluminado… Cada vez que tomabas un taxi, decías que habías abordado y cuando ya estabas en casa. Eran pequeños “por si acaso”.
Al otro día, te llamé, pero de inmediato me mandó a buzón. Y esa sensación de vacío se convirtió en angustia, esa loca imaginación mía por la que siempre me reñías: “le das demasiadas vueltas al asunto”, me decías a veces sonriendo, y otras frunciendo el ceño un poco cuando ya estabas molesta de verdad. Con el corazón a mil por hora, sabiendo que no habías llegado a la hora de la función, ni te habías reportado a la casa, o enviado algún mensaje a los amigos más cercanos, me sumí en la confusión y mil historias pasaron por mi mente. ¿Qué te había pasado? Una parte de mí quería saber que estabas bien, que tenías que estar bien ¡Por amor de Dios! Una parte de mí temía lo peor y se me aceleraba el pulso tan sólo de pensarlo. Uno no sabe realmente lo que se siente hasta que le pasa verdaderamente y la angustia se apodera del corazón y lo carcome.
Tres de la tarde, esperando noticias. Suena mi teléfono y son tus padres. El corazón me da un vuelco y mi mente hace lo posible para prepararse para la noticia, sea cual sea. Confiemos en Dios, me dije. Todo estará bien. ¿No? Pero ellos me informan que tu vida se detuvo, que has sido arrancada de esta tierra que tanto amabas, y me piden que presida tus exequias al día siguiente.
Hablar con tus padres ha sido la llamada más dura de toda mi vida y jamás olvidaré el llanto y los lamentos de tu madre, el silencio adolorido de tu padre, cortado por pequeños gemidos como quien escucha un pequeño animalillo herido, que se muere de a poco. Eras su adoración y orgullo. Te amaban con todo el corazón, aunque te lo demostraran a veces de formas tan dispares. Tú siempre sacaste la cara por ellos y los acompañaste en todas sus aventuras, sus anhelos, su infortunio y sus alegrías más brillantes e inolvidables. Tu padre me dijo que había sentido en aquella madrugada un dolor tan grande que pensó que jamás amanecería porque te habías llevado el sol contigo.
Yo supe de golpe que ya nunca más tus ojos me verán con ese brillo inconfundible y una curiosidad enorme. Nunca tus manos serán el consuelo en las horas amargas, o la causa de tantas maravillas. Hemos perdido para siempre tu sonrisa franca, que llenaba de luz el espacio donde estuviera. Aquel plan de irnos de paseo algún día se esfumó porque tus pies ya no caminarían más esta tierra. Tu voz era un mudo gesto atrapado en ese cuerpo que hoy incensaré mientras susurro un salmo.
Oír los “ojalá” y los “hubiera” de nuestros amigos ha sido fatiga inútil que hacía tu ausencia más presente. Nadie pudo haber previsto nada de lo que te pasó. ¿Qué caso tiene que hagan tantas teorías estúpidas si ninguna de ellas te traerá de vuelta? Nos queda lamentarnos, consolarnos, recordarte, y buscar no morir por dentro mientras esta amargura me seca la boca y se lleva mi felicidad, que se escurre como agua entre los dedos porque tu vida fue arrancada de este mundo.
Te escribo todo esto sentado en la penumbra de la mañana de tu funeral. ¿Cómo puedo presidir lo que nunca quise? Merecías vivir todas las aventuras y los anhelos que tantas veces me contaste con el brillo de la esperanza en tus ojos. Debiste haber sido la vieja de los gatos, o la abuela risueña con nietos amados por ella. Tantos viajes, experiencias y misiones. Hemos perdido mucho más de lo que ahora podemos darnos cuenta. Tu presencia en nuestros corazones nos recuerda lo mucho que te amamos, lo que daríamos porque estuvieras aquí, sentada, sonriente…
No sabría qué decir. No tenía la fuerza necesaria para hablar delante de nuestros amigos. Lloraba y dejaba que el silencio profundo me dijera al corazón lo que era necesario. Si el Señor enjugará al final todas nuestras lágrimas, hoy más que nunca lo necesitamos para que nos consuele porque estamos devastados, como muertos también porque tú nos has sido arrebatada. Si el Señor nos llama a construir justicia y paz, hoy más que nunca no nos quedaremos callados sin exigir que tu muerte no sea una más en la estadística que crece diariamente. Si creemos de verdad en que Dios camina con nosotros, hoy puedo imaginarme al Maestro sentado entre nosotros, con el llanto que nos embarga, abrazando a tus padres en la primera fila.
Estaba agotado emocional y físicamente. Me he quedado dormido en el sillón y te soñé. Estabas en un tocón, en el bosque. Sonreías con un gesto algo triste cuando me viste acercarme a ti. Estoy, dijiste, en este sitio donde no pasa el tiempo, en donde no hay temor ni calles oscuras, en el que puedo ser yo misma sin ser juzgada por nadie porque Él me ama como nadie jamás lo ha hecho. Hablamos de ti a menudo, ¿sabes? Todo va a estar bien contigo porque, después de todo, tu corazón fuerte me hizo levantarme muchas veces. Hoy es tu mejor aliado. Hoy tu corazón te indicará las palabras, como siempre. Sólo diles que no tengan miedo y que necesitan seguir con la vida.
Sostuviste mi mano largo rato. Nos quedamos callados. Lloraba profusamente y me dijiste. Ya vendrás acá, te lo prometo. Necesito que sigan adelante con la vida, mientras eso sucede. Dejen que mi vacío se llene con mi amor, con el dulce recuerdo de todo lo que vivimos juntos. Deben saber y sentir que hoy me tienen en su corazón y por eso ya nunca van a caminar solos. Hoy tienen mis palabras, mi risa, mis historias y mis anhelos… ese amor que es tan nuestro y nadie nos lo arrebatará jamás. Hoy deben volver con esperanza. Los espero en sus sueños, nos vemos más al rato… Ya verás.