Educación, dignidad, humanidad: mi esperanza como escolapio leyendo Fratelli Tutti
La responsabilidad de los educadores y formadores tiene que ver con las dimensiones morales, espirituales y sociales de la persona. Los valores de la libertad, del respeto recíproco y de la solidaridad se transmiten desde la más tierna infancia. (Fratelli Tutti 114)
Mientras leía la encíclica “Fratelli tutti” del papa Francisco, me sentí desafiado como educador escolapio. S bien el mensaje lleva una fuerte exhortación a construir una sociedad diferente a la que tenemos, basada en la dignidad humana y el diálogo que brota del encuentro honesto con el otro, es inevitable comprender que se ha depositado una responsabilidad enorme en nuestras manos. Formar las nuevas generaciones en un cambio de visión es un proyecto ambicioso, que muchos pueden calificar de utopía, pero es una misión en la que empeñamos nuestra existencia.
Nos encontramos en una coyuntura histórica importante. Francisco nos recuerda que cada día se crean nuevas barreras para la autopreservación, de manera que deja de existir el mundo y únicamente existe “mi” mundo. Vemos en nuestras instituciones a tantos muchachos dispuestos a conectar con los que piensan igual que ellos, quizás, pero incapaces de abrirse a otras formas de comprender la realidad. En medio de la pandemia, hemos tenido que migrar a plataformas digitales, pero sabemos que la conexión digital no basta para tender puentes, no alcanza para unir a la humanidad. Se precisa el encuentro.
¿Qué nos pasó? Nos hemos empachado de conexiones y hemos perdido el sabor de la fraternidad. Hemos buscado el resultado rápido y seguro y nos vemos abrumados por la impaciencia y la ansiedad. ¿Cuántas veces nos ha pasado esto en nuestro quehacer educativo y pastoral? Entre tantas tareas urgentes, a veces se nos escapa lo verdaderamente esencial: incluso saber perder el tiempo con nuestros jóvenes y niños.
Se trata de hacernos cercanos. Jesús no nos invita a preguntarnos quiénes son los que están cerca de nosotros, sino a volvernos nosotros cercanos. Formamos para la proximidad cuando nos acerquemos, cuando provocamos el encuentro. Solo el hombre que acepta acercarse a otros seres en su movimiento propio, no para retenerles en el suyo, sino para ayudarlos a ser más ellos mismos, se hace realmente padre, madre, hermano, prójimo.
Esta salida hacia el otro da sentido a nuestra misión educativa. La educación, cooperación de la Verdad, es un camino que forma hacia el reconocimiento de la dignidad humana. Está al servicio de un camino que valora la dignidad de cada ser humano, especialmente los pobres y los marginados, para que pueda ser artífice de su propio camino. La gran verdad que está por encima de consensos temporales es que el ser humano tiene una dignidad inviolable en cualquier época de la historia y nadie puede sentirse autorizado por las circunstancias a negar esa convicción. Sólo cuando formamos desde este principio, podemos construir verdadera sabiduría.
La sabiduría, nos recuerda Francisco, no se fabrica con búsquedas ansiosas por internet, ni es una sumatoria de información cuya veracidad no está asegurada. La sabiduría que deseamos transmitir a nuestros jóvenes estriba en el encuentro, el diálogo abierto, la libertad frente al otro de ser yo mismo, de que él sea él mismo. La tarea educativa es una formación integral. El desarrollo de hábitos solidarios, la capacidad de pensar la vida más integralmente, la hondura espiritual, hacen falta para dar calidad a las relaciones humanas. El papa nos exhorta a cultivar esas áreas. Me atrevo a decir primero nuestras vidas porque paralelamente a nuestros alumnos, necesitamos educarnos.
Además, Francisco nos da una escala axiológica para tener en cuenta. Vivamos y enseñemos nosotros el valor del respeto, el amor capaz de asumir toda diferencia, la prioridad de la dignidad de todo ser humano sobre cualesquiera fuesen sus ideas, sentimientos, prácticas y aun sus pecados. Es necesario vivir un compromiso serio para difundir la cultura de la tolerancia, de la convivencia y de la paz. Para ello, el valor principal es el amor, como se ha dicho. Un amor que rompe las cadenas que nos separan, tendiendo puentes; que nos permite construir una gran familia donde todos podamos sentirnos en casa. Amor que sabe de compasión y dignidad. Ojalá que nuestros encuentros con los jóvenes rezumen estos valores.
Francisco nos arenga: Lo que vale es generar procesos de encuentro; procesos que construyan un pueblo que sabe acoger las diferencias ¡Armemos a nuestros hijos con las armas del diálogo! ¡Ensenémosles la buena batalla del encuentro! Estamos llamados a ser, en la dinámica del aula, pasillos, patios, etc., unos auténticos artesanos de la paz. Creo que cuando nuestros alumnos nos sepan capaces de generar este tipo de dinámicas, harán suyas estas actitudes para enfrentar su vida cotidiana con una visión diferente.
Y, finalmente, estos procesos personales, tenderán a una transformación a nivel social, hacia una sociedad donde las diferencias conviven complementándose, enriqueciéndose e iluminándose recíprocamente, aunque esto implique discusiones. Porque de todos se puede aprender, nadie es inservible, nadie es dispensable. La forma en que los alumnos se perciben tratados incide en su autoimagen, a veces mucho más de lo que nosotros calculamos. Es importante ser conscientes y generar una cultura de encuentro. En ello nos jugamos el presente y futuro: solo una cultura social y política que incorpore la acogida gratuita podrá tener futuro. Sin la relación y el contraste con quien es diferente, es difícil percibirse completamente a sí mismos. Sabemos que hoy nuestros jóvenes viven con una realidad acotada, que no les permite ver el sufrimiento del otro, reconocerse en el otro, comprometerse por su dignidad.
Quienes sí lo logran y se comprometen, actúan como el samaritano de la parábola, claro. El papa nos insta a que construyamos procesos que conduzcan al compromiso comunitario. Busquemos a otros y hagámonos cargo de la realidad que nos corresponde sin miedo al dolor o a la impotencia. La conciencia social es el gran tema de nuestro tiempo, anestesiados como vivimos cada día, encerrados en nuestras propias burbujas, enceguecidos. Francisco nos recuerda que, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y, consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y violencias. Situaciones que hemos vivido en nuestras aulas y que siguen pidiendo nuestra intervención eficaz para crear ambientes de diálogo.
El objetivo del diálogo es establecer amistad, paz, armonía y compartir valores y experiencias morales y espirituales en un espíritu de verdad y amor. Reconozco que una de las labores más trascendentales y a veces menos valoradas en un docente es la de construir ambientes de diálogo. Nuestra intervención en problemas de grupo, asuntos personales de uno a uno, e incluso ayudar con situaciones familiares en las que ofrecemos herramientas de diálogo a nuestros alumnos son, me atrevo a decir, una de las mejores herencias de nuestro paso por las aulas.
Lo hasta aquí dicho suena a utopía. Sería imposible sin la ayuda de Dios, según lo entendemos en las Escuelas Pías. De ahí que me uno a la plegaria del papa a Dios, para que prepare nuestros corazones al encuentro con otros, unja nuestras heridas para auxiliar a otros en el camino, y nos dé su gracia al enviarnos como constructores de paz. Por nuestra parte, asumamos el compromiso de vivir la cultura del diálogo como camino, la colaboración común como conducta, y el reconocimiento recíproco como método y criterio. Cuando seamos capaces de construir nuestros claustros docentes y nuestra pastoral desde estos valores, estoy seguro de que notaremos un cambio de aires, ¿algún soplo del Espíritu, tal vez?