Fue un martes. Debía llamar a casa, según me había anunciado mi hermano Óscar Daniel, y así lo hice. Me extrañó que contestara mi hermana, sobre todo porque estaba llamando a Miahuatlan y ella muy pocas veces visitaba a mis padres ahí. «¡Qué milagro que estés allá!», le dije. «Ya ves. Te paso a mamá». fue lo único que atinó a decir. Al tomar la bocina mi madre, escuchar su respiración –tratando de calmarse lo más posible, supongo– comprendí la gravedad de la situación. «Tenemos a tu papa acá, tendido». Es lo único que recuerdo, aunque supongo que hubo más: avisos, algunas recomendaciones referentes al uso de la tarjeta… La habitación de pronto estaba más fría, más sola; y la voz de mi madre y mi hermana se hacían más lejanas, como huecas.

No hice por llorar. Simplemente fue colgar la bocina y saber que al volver a México –en el momento que fuera– no estarían ni su palabra, ni su abrazo, ni su sonrisa pícara para recibirme. Las últimas llamadas había excusado su voz entrecortada con un resfrío para que no me preocupara. Todo el mes de octubre había sido la enfermedad y la espera, más para él que para quienes lo cuidaban –mi madre, sobre todo. Cuando supo que me iría hacia Kalamazoo, buscó darme ánimos, consejo y asegurarme que yo podría irme sin problemas porque, a fin de cuentas, era necesario que escribiera mi propia historia. La suya era quedarse en Oaxaca, la mía, irme lejos y construir lo mío. Debo decir que en los últimos meses juntos, en el verano del 2007, la relación cambió. Pasamos mucho tiempo hablando de casi todo, me enteré de algunas cosas que ni yo mismo había podido imaginar de él; y también le conté mucho de lo que se había perdido entre el ’95 y el 2001. Algo dentro nuestro nos decía que estábamos frente a la última oportunidad para reconocernos y amarnos como padre e hijo. Esa vez acudimos a la cita sin falta. Sabiendo todo eso: no hice por llorar.

Fui a la cama y me quedé ahí, muy quieto: recostado sobre aquel suave edredón verde y blanco, mirando un afiche del «sol naciente» de Monet que tenía colgado en la pared de mi habitación. Agradecí a Dios por la hermosa oportunidad de tener un padre como el mío: que favoreció siempre mi crecimiento y mi curiosidad, que encontró en mí un pequeño genio que le recordaba a sí mismo y que supo dejar que yo formara mi propia identidad, que se alejó alguna vez y parecía imposible de alcanzar, pero que al final de sus días, abrió su corazón hasta profundidades muy sagradas. Sentí entonces, de manera muy especial, su cercanía y su calor, como si la habitación volviera a tener una temperatura agradable porque él estaba conmigo. Esa presencia se convirtió en un pequeño calor que sentía cerca del corazón, que lo hacía latir un poco más a prisa.

Cuadro de Sol Naciente, de Monet

Impresión, Sol Naciente, Claude Monet 1872

No digo que haya visto «el fantasma» de mi padre, ni mucho menos. Fue más bien una certeza interior. Supe que su presencia estaría cerca de mí de ahora en adelante a través de toda la luz que pudo haber depositado en mí a lo largo de nuestros momentos compartidos. Luego, comprendí que la vida de mi padre había sido una existencia hermosa, que él supo hallar su lugar en este mundo y su misión para con él, que decidió realizarla y así, poco a poco, fue construyendo su felicidad. Así, podía estar seguro de que estaba en el Amor pleno de Dios, en el cielo, si se me permite la frase.

Vino una gran calma. Me quedé dormido. Al día siguiente tenía un examen de historia y laboratorio de español. Sólo unas pocas personas supieron lo que sucedía en México mientras estaba en Kalamazoo. Quienes así lo hicieron siempre tuvieron una palabra de aliento, un gesto amable, un abrazo a punto para compartir. Ellos hicieron que esta ausencia fuera, paradójicamente, más presente, pero más llevadera.

Hace ocho años comprendí que la tristeza no está en nuestro corazón en estado «puro», sino que está siempre disuelta entre el dolor, la alegría, la calma, la ansiedad, y una larga lista de emociones que se agolpan como un brioso tropel que no conoce límites ni categorías. Sin embargo, me tomó casi ocho años poder sentarme y escribir sobre ese momento, lo cual prueba que mi tristeza y mi dolor no estaban del todo comprendidos. ¿Qué había que comprender sobre mi tristeza y dolor? Pues que estaban ahí, que me dolía no tener a mi padre, que me dio mucha tristeza saber que no estaría ahí para verme otra vez, y que no podía estar compartiendo con mi familia ese dolor en aquellos días. Hoy tengo su «presente-ausencia» en mi corazón. A veces siento tristeza o nostalgia, otras me sorprende un agradecimiento; pero siempre está ahí y creo que nunca se irá. Ese martes mi vida cambió para siempre.