La educación no es lo mismo que la instrucción.
El sueño del aprendizaje libre es cada vez más lejano. Alguna vez, un niño abrió los ojos, estiró la mano y no supo qué, pero quiso saberlo. Su mente inquisitiva -no racional, no analítica- buscaba… esa búsqueda era un gozo: la delicia de la novedad. La verdad única no existía porque en un mundo tan cambiante, lo más natural era la plasticidad de los nuevos conocimientos. Hoy es así, mañana es asá y no existe «crisis epistemológica» porque está construyendo su propia persona; lo que sabe, lo aplica. Luego, un día, llegó alguien que dijo que era tiempo de «aprender» y tenía que ir a la escuela. ¡Bam!
Hoy asistimos al fracaso que Ivan Illich ya veía hace casi cincuenta años. Nuestro sistema educativo se basa en la homologación de personas, consideramos al proceso de enseñanza-aprendizaje una línea de ensamblaje y el producto final son los alumnos. Hay controles de “calidad” basados en esta deformada visión. Es muy complicado que el sistema que ahora tenemos cambie para abrazar, por ejemplo, los principios del documento de Jacques DeLors, que refleja mucho de lo dicho por Ivan Illich sobre el modelo educativo. Revolucionar todo el sistema parece una tarea titánica. Sin embargo, estoy convencido de que esa transformación se puede hacer un aula a la vez. Poner los intereses del alumno al centro y seguir desde ahí.
Vivimos en medio de un sistema que va en franca decadencia y se transforma a menudo irreflexivamente. Más que nunca es válida la afirmación de Benedetti:
«Cuando creímos tener todas las respuestas, de pronto, cambiaron todas las preguntas.»
En este tiempo, son más las voces que se suman a la búsqueda del cambio, de la renovación del paradigma. Una sensación de inconformidad va creciendo. Al principio, esas mentes inquisitivas encontraron resistencia e incluso represión por parte del sistema mismo. A mediados del s. XIX y principios del XX crecieron las críticas al modelo educativo. Se observaba que la escuela, lejos de entusiasmar al estudiante por la adquisición de nuevos conocimientos y habilidades, lo abrumaba con una gran cantidad de datos inútiles, ajenos a la realidad. En la escuela, que se suponía debía «entrenar» al estudiante para afrontar «la realidad» que viviría en su etapa adulta, se iba enajenando cada vez más al estudiante. «NO» es la palabra que más escucha un alumno en la escuela primaria. El aprendizaje se convirtió en una actividad mecanizada que suprimía toda creatividad.
Aunque esto no siempre fue así. El paradigma educativo de la antigüedad suponía que los hombres aprendían en relación. Unos y otros se enseñaban. Sócrates inició una tradición que valoraba el propio proceso de auto descubrimiento. «Conócete a ti mismo» era la frase que encarnaba el sabio ateniense. Se atrevió a buscar en el corazón del hombre la verdad oculta de la que dependía la felicidad misma. No había escuelas, el aprendizaje se vivía en la acción de todos los días. Los conocimientos teóricos partían del asombro y volvían al mundo a través de la praxis.
Durante la época medieval, se esperaba que el hombre tuviera una formación integral. El modelo educativo trataba de mostrarle al alumno que todo lo que quisiera saber estaba a su alcance, que debía formarse no solamente en un área del conocimiento, sino que debía superarse en todos los ámbitos. Aprender a cocinar era tan importante como saber armar un discurso. Y cuando tenías un cierto grado de conocimiento, podías contribuir a tu comunidad por todo aquello que habías heredado. Ya fuera como bachiller, profesor o doctor, quienes culminaban sus estudios devolvían a la sociedad.
Posteriormente, en la modernidad, el conocimiento se fue dividiendo en áreas. Se consideraron superiores aquellas disciplinas que involucraban la medición cuantitativa de los fenómenos naturales. La ciencia, como producto de la mente racional superior, fue elevada al rango más excelso del saber humano. El hombre pensó que el progreso y el bienestar individual promoverían el crecimiento comunitario. Se abre por primera vez una brecha entre los hombres. La supervivencia del mejor, la búsqueda de la felicidad personal, el dominio de todo lo demás por el hombre, cúspide de la naturaleza y escindido de ella por su razón superior.
¿Qué es de un niño sin su familia? ¿Cómo vivirán las personas solas, sin apoyo, con miedo?
Todos estos valores y esta nueva cosmovisión permitieron lo que llamaríamos Revolución Industrial. Quienes habían vivido en una época donde la madera de los bosques, el agua de los ríos y el viento sostenían la vida, miraron cómo los cielos se poblaron de humo y niebla (smog) para dar paso al metal, la máquina sería una nueva redención para el hombre porque aligeraría su trabajo. Pero, ¿cómo maximizar la producción en las fábricas? ¡Educando!
La escuela tal como la conocemos nace de la necesidad del sistema económico. La paleotecnia necesita hombres mínimamente capacitados para hacer un trabajo en la fábrica. Instruir a esos hombres se convierte en la responsabilidad del estado. Comienza así una visión de la educación como la llave a una mejor vida. Vas a la escuela, te preparas, obtienes un título, consigues un empleo y vives bien el resto de tus años. Hay que reconocer que el sistema funcionó un tiempo. Generaciones de seres humanos gozaron las delicias del nuevo sistema económico en pujanza… el modelo educativo -que nació en Prusia- fue copiado en muchos países y para principios del siglo XX practicado en la mayoría de las naciones occidentales.
La escuela era como una fábrica. Los niños entraban en una línea de producción que duraba de seis a doce años. Al salir, se esperaba que fueran buenos ciudadanos, obedientes, disciplinados, listos para integrarse al mercado laboral, convencidos de que vivían la mejor realidad que podían haber soñado y lo suficientemente alienados para dejar la creatividad, la solidaridad y la liberalidad. Cada uno era entrenado en un área específica del conocimiento. Nace la concepción de que un experto es el único con autoridad para hablar del tema que domina. Se propaga una ignorancia generalizada, una hiperespecialización del conocimiento.
El paso siguiente fue una gran diversidad de especializaciones que nos hacían expertos en datos inútiles e ignorantes en todo lo demás. Quien sabe de mecánica no puede cocinar. Quien sabe de leyes poco conoce de filosofía. Quien ha estudiado teología poco conoce de la industria de la transformación. El arquitecto diseña, el ingeniero calcula, pero ninguno de los dos es capaz de construir un muro. Dividimos el mundo entre lo intelectual y lo manual. Y poco a poco, lo intelectual fue desarrollando la técnica hasta límites nunca imaginados, mientras lo manual fue materializando esos sueños. De la ciencia que todo dominaba poco queda. La neotecnia pone al centro a la tecnología: ella dicta muchas de las reglas hoy en día.
Ante el fracaso de las escuelas para competir con esta vorágine de novedades, los medios de comunicación masiva se han convertido en los nuevos educadores del pueblo. Tal vez no son las telepantallas del Gran Hermano, pero todos quienes vivimos en este tiempo tenemos una relación -al menos mínima- con los medios. Radio, televisión, prensa, internet, sobre todo este último, han venido a revolucionar nuestro modo de vivir, y por consiguiente nuestra forma de educarnos y educar a las futuras generaciones.
¿Qué nos queda hoy en día? Hemos roto toda relación comunitaria, le hemos quitado su valor intrínseco y ahora todo lazo tiene su precio en el mercado. Si quieres a tus hijos, compra esto o aquello. Si quieres al planeta, recicla, reduce y reutiliza. Si tienes fe, deposita tu donativo a la cuenta… La educación no ha sabido, no ha podido, responder a estos cambios. Más bien perpetúa el sistema que nos enajena, que nos lleva a un narcisismo agresivo. Nada más voltear a una estación de transporte público en cualquier gran urbe: nadie se mira a los ojos, nadie se saluda… vamos como muertos en vida, cargando con nuestra existencia y alejados de la vida estética. El otro es una herramienta, un instrumento, un producto, un objeto. Yo… yo ni siquiera sé quién soy o lo que quiero de la vida. La verdad, eso lo pasan en la tele de 9 a 11 de la noche, o los domingos al mediodía; si no, la buscaré en wikipedia un día de éstos…
Vivimos la paradoja epistemológica. Mientras más sabemos, más ignorantes, más desconectados de la realidad nos volvemos. Y las instituciones educativas que antes enseñaban la verdad, hoy se debaten entre seguir en este sistema de masas condenado al fracaso, o abrir horizontes que llevarían a demoler los sagrados dogmas sobre los que se cimentaron hace más de doscientos años. Un mundo que ya no tiene naturaleza y ha perdido la esperanza de encontrarla, asume su condición y va bregando día a día; resistiendo, al borde de la crisis. Comunicado con todo el mundo, ignorante de sí mismo. Perdido contemplando sólo su imagen mientras el mundo se derrumba a su alrededor.
¿Qué papel le toca jugar a la educación de hoy en día?