Escribo estas largas líneas, desde mi nueva casa. Hoy estoy viviendo en la casa que ocupan los hermanos en la primera etapa de formación escolapia: el prenoviciado. El cambio ha sido inesperado, rápido, complicado e iluminador.
Ha sido inesperado porque, en primer lugar, obviamente no me esperaba que al tercer año, de una etapa que dura seis, Emmanuel (mi superior provincial) me hablara sobre salir de la casa juniorato para ir a otro sitio. Es bien cierto que estoy a unos treinta minutos de la casa juniorato, pero al final salir es salir. Además, una salida que se plantea como un experimento ante la premura de la situación y sin previos referentes, más que la buena voluntad de todos los actores… Incluso hasta el día de hoy siguen habiendo preguntas sin resolver sobre la mecánica misma de esta experiencia. Yo que pensaba que Balta saldría de la casa antes que cualquiera de nosotros ¡imagínate la sorpresa ante la propuesta! Sin embargo, dije que sí porque al asumir la novedad como venida de un plan mayor, más pleno, me asumo también como constructor activo de ese plan. Espero de verdad que esta decisión sea precisamente en la línea de quien, como tú nos decías alguna vez, apenas ha asido la propia vida, cuando ya la tiene que dejar. Dios proveerá.
Ha sido rápido porque en cuestión de dos semanas estaba empacado y listo para la mudanza, que se concretó en una sola tarde. Es decir, que al término de la UMA yo estaba preocupado por cómo sería el siguiente año en el juniorato, por el apostolado y por la dinámica de la comunidad a partir de la llegada de Iñaki. Dos semanas después, sin embargo, miraba una realidad completamente distinta y, hasta cierto punto, más desconcertante. Instalado en mi nueva habitación, en mi nueva casa, asumiendo la nueva experiencia y un papel que aún no queda del todo claro respecto a los prenovicios, respecto a la comunidad, respecto a mis hermanos juniores… más las otras preocupaciones que ya estaban en mi corazón: escuela, apostolado, oración… Tampoco hubo despedidas interminables, sino una mera expresión de buenos deseos por parte de mis hermanos y, al día siguiente, me estaba mudando.
Ha sido complicado porque una avalancha de factores han contribuido. Primero, la alegría de la novedad, el entusiasmo por participar en algo distinto y por cambiar de aires, la gratitud por haberse fijado en mí, y la motivación por encontrar a quienes miré crecer como “vocacionales” en una etapa inicial de formación. Segundo, la cantidad de recuerdos de lo que viví bajo la dirección de Chuy en 2001-2002, acompañado por quienes ya no están más que como los nombres fugaces de pequeños fantasmas de un no-mundo al que seguiré ligado (hasta hace tres años yo era uno más de aquellos nombres) Todos esos recuerdos traídos en buena parte gracias a las preguntas ávidas de los muchachos que, ante la novedad, buscan referentes, modelos desde los que poder mirar, mientras entrenan sus propios ojos y se dan cuenta que cada experiencia es vitalmente única y distinta. Tercero, el asesinato de una amiga estadounidense en Nepal, mientras ayudaba como voluntaria a las víctimas del terremoto, me conmovió profundamente. Darme cuenta la noche en que me enteré que, de plano, no tenía alguien a quien decirle lo que había ocurrido fue un golpe durísimo. Me experimenté mordido por una soledad terrible, que evocó recuerdos muy dolorosos –como la muerte de mi padre mientras yo estaba en Kalamazoo– Creí que podría reponerme con facilidad, pues después de todo estaba lejos y no fuimos los más cercanos… pero creo que esa soledad se fue haciendo más pesada con el paso de los días. Cuando por fin le conté a Balta y a Julio, sólo sabía que estaba profundamente triste y que el sinsentido de la muerte de Dhalia sobrepasaba mis capacidades: de análisis, de síntesis, de abstracción, de lo que fuera. Tampoco buscaba muchas respuestas en ese momento, sólo quizás el sincero interés de alguien más que pudiera llamar mi hermano, algo que también paliara la soledad que sentía. Las primeras semanas de septiembre han sido agitadas y oscuras. Mi temor más grande fue dejarme llevar por esa oscuridad y perderme en el sinsabor de la soledad. Fuera de escuetos comentarios aquí y allá, no me comuniqué con nadie. La razón: no tenía la confianza para hacerlo, y poco a poco también se me fueron las ganas de hacerlo. Cuarto, la enfermedad del p. Rafael nos ha tenido a todos más preocupados por él en casa. Aunque a mí no me ha afectado con tanta fuerza por dos razones sobre todo: la convivencia con mi madre y su enfermedad del corazón me ha dado la experiencia para decir que, mientras sea disciplinado con las órdenes del médico, podrá mantenerse bien o al menos estable. Por otro lado, ya que los prenovicios tomaron como propio el cuidado especial para el padre, quedé más bien como testigo de la situación. Ahí es donde me miré en un estado como límbico, híbrido: no soy uno de los prenovicios de la casa, aunque sigo siendo un formando, pero tampoco soy un miembro de la comunidad religiosa en sí, aunque ya he hecho votos en la Orden. Esto es, pues, complicado.
Ha sido iluminador porque me obligó a mirar un rostro que difícilmente destaca entre las entelequias de mi mente: el lado sensible. En medio de la profunda tristeza que me embargó y la opresión en el pecho de mi soledad, la escucha atenta y la palabra de Julio sirvieron de material de contraste para una visión mucho más enriquecida de mí mismo. Casi siempre miro mis sentimientos y emociones en clave racional, de causa-efecto, como si respondieran a una serie de circunstancias. Al ir analizando tales circunstancias, soy capaz de elaborar una síntesis que interpreta mi estado anímico desde un modelo de proceso que parte de un punto conocido y se dirige a un punto específico o, al menos, tiene un rumbo definido. ¡Agradezco mucho a Dios este don! Esta vez, sin embargo, mis emociones irrumpieron tan violentamente, tan rápidamente, que no fui capaz de procesarlas. Mi primera reacción fue cerrarme a ellas porque no podía explicarlas. Así, no hablé con nadie respecto a ellas a profundidad porque no tenía “algo profundo” que decir, o sea, ninguna síntesis interpretativa. Tuve que callar esta vez. Pero en el silencio descubrí una voz diferente; una voz que no habla en términos racionales de causa-efecto, que no se interesa por raíces en el pasado, ni por rumbos futuros, sino que está latiendo con una fuerza inaudita en el fondo de mis entrañas, que es presente siempre, y que también habla de mí. Todavía no sé qué lenguaje habla, acostumbrado como estoy a mi propia voz racional, incluso ahora que escribo parece que estuviera describiendo una voz ajena. No lo es. La voz que he descubierto es mía, pero no sabría dialogar mucho con ella. Sólo sé que ahora me toca escuchar, es todo muy extraño. ¡¡Una nueva voz, una nueva visión!! Estas semanas tan agitadas me han regalado esta nueva visión y también algo más. En medio de la soledad que sentía, se hizo más palpable la presencia de Dios: uno que guardaba silencio, pero seguía acompañándome. Ese silencio de Dios me ha llevado a mirarlo de modo distinto, como si de pronto comprendiera que existe un halo de misterio al que mi razón jamás podrá acceder, pero que una nueva visión es capaz de comprehender casi instantáneamente. Fue necesario estar bajo la tormenta para escucharlo reír junto a mí y comenzar, yo también, a reír, con la simplicidad y la honestidad de una buena carcajada bañada en lágrimas: sin explicaciones, sólo sentir, sólo estar ahí, con Él.