Supongo que esta carta no llegarás a verla. No sé cómo funciones las cosas después de ajustar las maletas y marcharse de aquí. Así que tal vez esto lo escribo más bien para mí que para ti. Una cosa es verdad: cada palabra está escrita contigo en mi pensamiento, en mi corazón, a flor de piel. 

Es muy triste saber que te has ido, así, de pronto, como si nada. Me confunde mucho saber que todo pudo terminar así. Estoy tranquilo porque sé que la última vez que nos vimos pudimos convivir alegremente y festejar estar juntos. Con todo, siento algo roto por dentro, algo que requerirá algún tiempo, mucha oración y poderlo compartir contigo, para sanar. No puedo ni imaginar a tu familia, tus papás y tus hermanos, a Mauricio, que quizás ahora mismo está haciendo lo posible por volver…

No hay manera de que esto no me ponga triste, porque eres mi amiga y yo habría esperado verte cargando un niño, sonriendo, devuelta por entero a la vida. Saber que eso no se dará también me enoja un poco. A veces cuando la vida es injusta, también tiene una dosis de crueldad que nos hiere profundamente.

Quizás fue esa crueldad, o fue algo más, una jugarreta de la fisiología… ni a ti, ni a mí nos ayuda especular. No diré más ni pensaré en eso. Es necedad.

Mi corazón me dice, muy quedamente, que podremos volvernos a ver más adelante, en un lugar «donde se tiñe de azul la verdad»… por eso mi tristeza no se resigna a apuntalar el dolor, sino que quiere crecer para entregarse a la esperanza. Una esperanza de color blanco, que huele a azucenas recién cortadas olvidadas en la mesa de un café, después de la risa, el canto y la magia. Una esperanza que no olvida la música de banda mientras marchan las calendas, o las letanías inventadas a media noche, cuando la gente ni siquiera se da cuenta de lo que reza. Una esperanza fija en la certeza de que un corazón noble que buscó la belleza toda su vida no puede terminar en una nota de menos de quince líneas.

No puedo recordarte con tristeza, ¿sabes? Recuerdo anécdotas que datan de algún tiempo atrás, de hace un poco menos, y hace poquito. Todas ellas tienen una nota en común: estás sonriendo. Hay muchas fotografías que podrían probarlo. Sólo que esta tarde lluviosa no quiero verlas, prefiero cerrar los ojos y recordar.

Si tuviera que decirte adiós, que despedirme, supongo que lo haría cantando algo que comenzaría serio, pero terminaría entre risas. Hoy no sólo me despido, más bien te agradezco. Gracias por escucharme cuando los tiempos oscuros se volvieron parte de mi cotidianidad. Gracias por acompañarme en las aventuras de dirigir y cantar en algo que comenzó como un sueño y terminó tocando lo más profundo de nuestras vidas. Gracias porque cuando las jornadas se hicieron extenuantes, tú arrimaste el hombro para que el grupo no muriera. Gracias porque al fin del día, en la soledad de este corazón que hoy te recuerda lleno de cariño, es la luz de tu sonrisa la que sostiene una pequeña vela: mi corazón que ora por ti.

Hasta pronto.